La lucha en contra de los derechos reproductivos de la Iglesia Católica se trata de controlar la libertad de las mujeres.
La lucha en contra de los derechos reproductivos de la Iglesia Católica se trata de controlar la libertad de las mujeres.
Por Jamie Manson
El verano pasado, después de años de insoportable dolor menstrual y anemia causada por un sangrado excesivo, visité a un especialista en ginecología. Él me ordenó una resonancia magnética, sospechando que la causa era endometriosis. Yo sostengo mi rosario instintivamente cuando estoy ansiosa. Durante los días posteriores a la prueba, me pasé cuenta por cuenta, rezando para que el radiólogo encontrara signos de enfermedad que me permitieran encontrar el tratamiento adecuado. Pero la prueba mostró un útero perfectamente sano.
Normales o no, mis síntomas continuaron empeorando, hasta el punto de que el médico acordó que la respuesta para terminar con mi dolor era una histerectomía. Yo tenía 43 años. Como defensora de la igualdad de la mujer y la libertad reproductiva desde hace mucho tiempo, me sorprendió no encontrar la resistencia que enfrentan tantas mujeres por parte de la comunidad médica y la sociedad cuando tomé esta decisión. A las mujeres a menudo se les dice que se arrepentirán de perder su capacidad de tener descendencia. Mi médico entendió que yo sabía lo que era correcto para mi vida, mi cuerpo y mi salud. Eso se sintió como un milagro.
Sin embargo, después de programar mi cirugía, me comenzó a perseguir una enseñanza católica sobre las mujeres formulada por el Papa Juan Pablo II como parte de su más amplia “teología del cuerpo”. Él estaba profundamente preocupado por la creciente amenaza del feminismo, en particular el creciente movimiento en las denominaciones protestantes para ordenar mujeres al sacerdocio, y necesitaba articular por qué las mujeres católicas no podían disfrutar de roles iguales a los de los hombres. Así que formuló la frase “genio femenino” para explicar que el propósito más esencial de la mujer y su realización se basan en su capacidad biológica para criar, gestar y parir. Por extensión, entonces, un útero es la forma en que Dios le muestra a una mujer que su papel principal es ser madre, literal y figurativamente.
He pasado casi 20 años de mi vida como teóloga católica, ministra laica y activista luchando contra estas insidiosas enseñanzas papales. Pensé que era la última persona que alguna vez sería vulnerable al intento de Juan Pablo II de limitar el poder y el potencial de las mujeres con esa gimnasia teológica. Aún así, batallé por deshacerme de esa noción profundamente arraigada de que estaba tirando el regalo más importante de Dios.
Incluso entre aquellas personas que proclamamos firmemente nuestro desacuerdo con las enseñanzas católicas sobre el aborto, la Iglesia todavía tiene un gran poder. Ese poder ha estado en exhibición desde que el presidente Biden, un católico devoto, ganó las elecciones de 2020. Los obispos de Estados Unidos inmediatamente recurrieron al tropo de amenazar con negarle a él y a otras personas funcionarias electas, como la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, el acceso a la comunión porque apoyan el derecho al aborto. Aunque estos castigos han existido durante mucho tiempo como advertencias ociosas, el problema se intensificó recientemente: los obispos de Estados Unidos planean votar en su próxima asamblea en junio sobre si pueden formalizar esta respuesta. Para darle el crédito merecido, incluso el Vaticano, bajo el Papa Francisco, ha expresado reservas sobre la última maniobra de los obispos estadounidenses.
El abuso de los obispos estadounidenses de los sacramentos como herramienta de intimidación tiene importantes repercusiones políticas. No es casualidad que Biden todavía no haya pronunciado la palabra “aborto” desde su elección y su administración a menudo utiliza eufemismos como “atención médica de la mujer”, “elección”, “autonomía corporal” y “derechos reproductivos”.
Esto es lamentable, porque el Sr. Biden está bien acompañado. Una encuesta del Pew Research Center de 2019 afirmó que el 68 por ciento de las personas católicas estadounidenses no quieren que se anule el caso Roe v. Wade. Y las personas estadounidenses católicas realizan abortos con la misma frecuencia que otras estadounidenses.
El aborto no es el único problema en el que hay un abismo entre lo que predica el clero y lo que las personas laicas creen y practican. La Iglesia Católica es la única institución religiosa importante que se opone al uso de anticonceptivos y tecnologías reproductivas como la fertilización in vitro. Un estudio del Instituto Guttmacher de 2011 encontró que el 98 por ciento de las mujeres estadounidenses sexualmente activas en edad reproductiva que se identifican como católicas han usado algún tipo de anticonceptivo al menos una vez en su vida, y una encuesta de Pew de 2013 mostró que un escaso 13 por ciento de las personas católicas estadounidenses cree que la fertilización in vitro es moralmente incorrecta.
La influencia de la jerarquía sobre su rebaño ha estado disminuyendo durante décadas, razón por la cual se ha concentrado hábilmente en presionar a quienes legislan. Las organizaciones católicas han pasado años en la Corte Suprema haciendo reclamos de libertad religiosa que han eliminado los derechos de las mujeres estadounidenses a los anticonceptivos gratuitos, la protección en el lugar de trabajo y el acceso a la atención médica. Cuando los líderes católicos muestran su considerable fuerza política, sus doctrinas nos afectan a todas las personas, católicas y no católicas.
A diferencia de otros líderes religiosos, los miembros del clero católico, como grupo de hombres célibes, no tienen esposas ni hijas que les den un sentido de la experiencia de las mujeres. Sin embargo, su teología omnipresente da forma a políticas que causan a las mujeres un sufrimiento incalculable. Es la base de la demanda de la jerarquía [católica] que se obligue a una mujer a llevar a término un embarazo, incluso si es resultado de una violación o si amenaza su vida. También es el espectro que hace que las mujeres renuncien a las histerectomías porque, nos dicen, es mejor soportar el sufrimiento que perder la posibilidad de parir una vida.
Pero las personas católicas deberían preguntarse si la lucha antiaborto de la Iglesia tiene menos que ver con los bebés y más con el control de la fertilidad de las mujeres y, con ello, el control de su la libertad. Los obispos tienen muy poco que decir sobre los métodos para controlar la sexualidad masculina. Nunca convierten las vasectomías en una cuestión de guerra cultural. Aunque los planes de atención médica católicos se esfuerzan por eliminar los anticonceptivos de su cobertura, los tratamientos para la impotencia masculina no están prohibidos, aunque no hay certeza de que los hombres usen esas drogas con sus esposas para procrear —el único tipo de sexo que la Iglesia condona.
Comprender las motivaciones detrás de estas doctrinas es importante, incluso para quienes no asisten a la Iglesia, porque otorgar a las personas embarazadas el derecho legal a tener control y agencia sobre sus cuerpos se traduce en otros aspectos de sus vidas, por ejemplo: la capacidad de reclamar autonomía política, económica y social.
La virulenta retórica anti-aborto que surge desde la cúpula ha mantenido en silencio a la mayoría de las personas católicas pro-elección, incluido el presidente de los Estados Unidos. Nunca ha habido un momento más urgente para hablar firmemente como personas de fe que apoyan el derecho al acceso al aborto que ahora que la Corte Suprema, con sus seis jueces católicos (cinco de los cuales defienden puntos de vista religiosos extremadamente conservadores), ha decidido tomar un caso que es un desafío directo al caso Roe v. Wade.
Debemos rechazar el silenciamiento y el estigma que utilizan los líderes de la Iglesia para bloquear cualquier cuestionamiento, diálogo o educación sobre este tema. Las personas católicas, en particular, debemos superar nuestro malestar condicionado. Los miembros de una casta privilegiada y patriarcal de líderes religiosos son los únicos que se benefician cuando tenemos miedo de decir la palabra “aborto” en nuestra afirmación sobre los derechos reproductivos.
Cuando mis resultados de patología llegaron después de mi cirugía, descubrí que mi útero “perfectamente sano” estaba plagado de endometriosis y quistes. Las pruebas iniciales que realizó el médico no pudieron detectar lo que yo sabía instintivamente: una histerectomía era una operación necesaria y potencialmente salvavidas. Mis oraciones fueron respondidas mediante intervención médica.
Estoy agradecida de que los dolores de la culpa religiosa no me impidieron realizar un procedimiento que ha transformado mi salud y mi calidad de vida. Pero me di cuenta de que si yo, que he hecho una carrera al proclamar de manera firme mi disensión de las doctrinas de la Iglesia sobre la sexualidad y la reproducción, aún puedo ser susceptible a sus manipulaciones, entonces, ¿quién puede librarse?